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Cuando serví como pastor principal en una iglesia local, uno de mis domingos favoritos cada año era el "Domingo de la Amistad". Era una oportunidad de relajarnos para mí y para toda la iglesia. Cada Domingo de la Amistad, el servicio de adoración contenía sorpresas encantadoras, ya que docenas de personas con una variedad de habilidades físicas y cognitivas diferentes tomaban las riendas.

Uno de esos domingos, Susan, cuyas expresiones verbales consistían principalmente en gritar los días de la semana en orden aleatorio, comenzó a gritar justo cuando yo alcanzaba el punto culminante del sermón al afirmar la muerte y la resurrección de Jesús.

"¡Viernes, lunes, viernes, lunes!", gritó.

Me uní a su coro y ella me guió a la conclusión del sermón: "¡Sí, Susan! Jesús murió el viernes y para el lunes había resucitado. ¡Amén!" Un santo imperfecto guiando a otro. Fue hermoso. Y todos aplaudimos.

El valor de una persona en la iglesia no debe ser medido en base a la idea de valor que tiene el mundo. Las Escrituras nos muestran una mejor imagen. Permítame desempacar esto antropológicamente.

En primer lugar, todas las personas, como seres creados, tienen en su interior el Espíritu de Dios. El teólogo reformado Louis Berkhof explicó esto diciendo, "Dios es llamado el Dios (o, Padre) de los espíritus de toda carne (Núm. 16:22; 27:16; Heb. 12:9). En algunos de estos casos es bastante evidente que el Espíritu de Dios no es un mero poder sino una persona". Esto significa que el Espíritu Santo está dentro de todas las personas.

Por consiguiente, todas las personas comparten una característica común divina. Así que incluso antes de considerar si un individuo es cristiano, merece respeto y cuidado. Con respeto y cuidado podemos construir una relación que invitará al Espíritu Santo a morar en una persona de una forma especial que brinde un entendimiento de la gracia salvadora de Cristo.

En segundo lugar, el respeto a todas las personas exige que admitamos su autonomía. Cada individuo -hombre o mujer, niño o adulto- es único, y cada persona está llamada a esforzarse hacia la unidad.

Pero la unidad no es uniformidad. Exigir que una persona o grupo cultural minimice su singularidad para lograr un propósito evangélico unificado es pecado. La unidad no tiene que ver con una cultura común, o comportamiento o carácter común. Por el contrario, la unidad se trata de compartir un propósito común, como lo describe Jesús en Juan 17.

Unir estos dos conceptos--el respeto de todas las personas, sin importar la medida de su fe, y el apreciar sus singularidades dadas por Dios en la búsqueda de un propósito compartido- es fundamental para una comunidad eclesial saludable.

Cuando vivamos bien estas dos cosas, descubriremos toda clase de buenas ideas ofrecidas por una variedad de personas - justamente lo que Dios pretendía que pasara. Como escribe el apóstol Pablo: "Si a una parte se le da honra, todas las partes se alegran. Todos ustedes en conjunto son el cuerpo de Cristo, y cada uno de ustedes es parte de ese cuerpo.” (1 Cor. 12:26-27 NTV).

Este año en la Iglesia Cristiana Reformada de Norte América celebramos el liderazgo de las mujeres en el ministerio ordenado. Mientras celebramos esto, estoy agradecido de que estamos comenzando a tomar pasos significativos y los próximos pasos necesarios para trabajar hacia la creación de un lugar seguro en donde todos usen sus dones en la iglesia (vea las muchas recomendaciones que el Sínodo 2019 hizo sobre la prevención del abuso de poder).

También estoy encantado con las formas creativas en que las iglesias están ejerciendo el liderazgo gracias a un volumen más intenso de voces más jóvenes y más diversas culturalmente. Necesitamos a más Susans.

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