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Jesús nos enseñó a orar: "Danos hoy nuestro pan de cada día" (Mateo 6:11). Sin embargo, puede ser difícil comprender la profundidad de esa oración cuando tenemos suficiente comida en la alacena y el refrigerador para un mes. En nuestro mundo moderno, muchos de nosotros estamos aislados de la precariedad de la vida. Nuestra mayor frustración es cuando nuestra marca favorita de granola desaparece inesperadamente de las estanterías del supermercado. Pero este no es el caso de los mil millones de personas de nuestro mundo que viven en la pobreza extrema, subsistiendo con menos de un dólar al día. Para ellos, "Danos hoy nuestro pan de cada día" se ora con más urgencia.

Probablemente, Jesús y sus discípulos se habrían identificado fácilmente con esas personas. La vida en la antigua Palestina era a menudo dura. Como en algunos lugares hoy en día, el agua era un recurso extremadamente escaso. Jerusalén y la provincia de Judea estaban situadas en la frontera norte del duro e implacable desierto del Néguev. Al este del río Jordán, la vasta extensión del desierto de Arabia invadía constantemente con sus vientos abrasadores. Aunque la escorrentía de las montañas era suficiente para sustentar un lago de agua dulce (el mar de Galilea), la aldea de Jesús, Nazaret, y la provincia de Galilea, que la rodeaba, sufrían frecuentes sequías y malas cosechas, como en los tiempos del Antiguo Testamento. La vida era precaria y el "pan de cada día" no estaba en absoluto asegurado.

Durante el tiempo que trabajé en Haití, me enfrenté a mi propia y penosa falta de aprecio por la provisión de Dios. Recuerdo vívidamente llegar hambriento y dolorido a la casa de un pastor después de un agotador día de viaje que incluyó varias llantas pinchadas y quedar atascado en el lodo. Para mi deleite, una montaña de arroz, frijoles, carne de cabra a la parrilla, ensalada de remolacha, mangos, plátanos fritos y otras delicias locales se habían preparado con amor para nuestra delegación. Me di cuenta de que nuestro anfitrión y su familia no se sentaron a comer, pero sonrieron con aprobación mientras devorábamos abundante comida. Una vez saciado mi apetito, pregunté cuándo comerían el pastor y su numerosa familia. Radiante de alegría, me informó de que él, su mujer y sus seis hijos comerían lo que quedara después de que termináramos (que, para vergüenza mía y de mi delegación, no era mucho). Nunca olvidaré la cara de satisfacción de aquellos hermanos y hermanas cuya cena acabábamos de devorar. Se regocijaban en la hospitalidad y daban gracias por lo que quedaba.

Este otoño, al celebrar nuestras fiestas nacionales de Acción de Gracias (hace unas semanas en Canadá y dentro de unas semanas en EE.UU.), que todos seamos bendecidos mediante la disciplina del agradecimiento por las "pequeñas cosas" que Dios provee para nuestra vida física. El calor de la casa, la electricidad, el agua en el grifo y la comida en la despensa no son cosas sin importancia. Nuestro Señor es un Dios bueno y misericordioso. Él responde fielmente a la oración: "Danos hoy nuestro pan de cada día". Él "apaga la sed del sediento y sacia con lo mejor al hambriento." (Sal. 107:9). Apreciar la abundancia de Dios nos ayuda a corregir nuestra tendencia a dejarnos absorber por las decepciones y las expectativas no cumplidas en nuestras iglesias, nuestras carreras y nuestras familias.

Permítanme sugerir una oportunidad más para demostrar nuestro agradecimiento por la abundancia de Dios. Nuestras agencias ministeriales, Thrive y Mundo Renovado, nos brindan la oportunidad de abogar por la justicia contra el hambre y apoyar a las comunidades en riesgo en Norte América y en todo el mundo. Eche un vistazo a las historias de la sección "Nuestro ministerio compartido" de este mes para ver cómo puede sumarse a estos importantes ministerios.

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