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Nuestras preciadas congregaciones, nuestra teología, nuestras creencias, nuestros hijos, sea lo que sea, pertenecen a Dios.

Había llegado la hora de comprar un carro nuevo. Trabajábamos como misioneros para Resonate Global Mission en Haití y tuvimos que  recaudar fondos durante seis meses para poder comprar un vehículo nuevo para nuestra misión. Finalmente compramos un Nissan Patrol SUV de paquete, era el medio de transporte fiable 4x4 que necesitábamos para hacer nuestro trabajo. Preparándome emocionalmente para un inevitable choque, bromeé diciendo que el vehículo era "el carro de Dios" (si alguna vez ha estado en Haití, sabrá que los accidentes en carro ocurren constantemente). Una semana después me quedé atrapado en medio de una lluvia torrencial. Observé con espanto cómo un taxi al que le fallaban los frenos bajó la empinada cuesta, cruzó el carril central y chocó de frente contra el carro nuevo de Dios. Los momentos siguientes fueron algunos de los más estresantes de mi vida, ya que tuve que intentar controlar mi propia frustración mientras me rodeaba  una multitud enfurecida, la cual se volvía frenética por los gritos del taxista.

Amamos nuestras iglesias, nuestros programas, nuestra reputación, nuestra preciada teología o creencias, e incluso (la mayoría de las veces) nuestra denominación. Estamos constantemente lavando, encerando y puliendo los rayones de las cosas que amamos. Al fin y al cabo, son nuestras. Y cuando alguien o algo las amenaza, nuestro corazón empieza a latir con fuerza y nuestra presión arterial se dispara. A veces nos sentimos furiosos. Decimos cosas de las que nos arrepentimos. Publicamos cosas que no deberíamos. Vemos a los que no están de acuerdo con nosotros como nuestros enemigos. En resumen, estamos profundamente asustados y ansiosos por perder las cosas que amamos—nuestras cosas.

Al igual que los accidentes de tránsito en Haití, los conflictos son constantes en el ministerio. Cuando nos enfrentamos a conflictos sobre nuestros bienes más preciados, a menudo optamos por "luchar" o "huir". O noqueamos a nuestros adversarios, o agarramos nuestra pelota y corremos a casa. A medida que envejezco y profundizo en mi fe, he aprendido que sólo dispongo de opciones más sanas si hago algo contrario a mi naturaleza: reconocer que mis cosas preciadas son en realidad las cosas preciadas de Dios.

Esta es una lección que estoy aprendiendo de Abraham. Cuando Dios le pidió que hiciera lo impensable, Abraham subió al monte Moria y se preparó para sacrificar a su hijo Isaac (Gn. 22). Isaac era la esperanza para el futuro prometido a Abraham y Sara. Sin embargo, Abraham entregó a Isaac a Dios, aceptando que todo lo que tenía, incluido su precioso hijo, pertenecía a Dios. Dios libró entonces a Isaac y recompensó a Abraham por su fe (Heb. 11:17-19). Cuanto más reconozcamos la propiedad de Dios y su dominio sobre todo lo que amamos, más alabamos a Dios y más bendeciremos a los demás. En palabras de otro famoso profeta: "El Señor ha dado; el Señor ha quitado. ¡Bendito sea el nombre del Señor!" (Job 1:21).

Hoy en día nos enfrentamos a muchos conflictos en nuestra denominación. Yo diría que antes de que podamos abordar este conflicto de una manera que honre a Dios, debemos reconocer que nuestras cosas preciadas son las cosas preciadas de Dios. Nuestras preciadas congregaciones, nuestra teología, nuestras creencias, nuestros hijos, sea lo que sea, pertenecen a Dios. Dios defiende a la Iglesia. Dios multiplica la Palabra. Y Dios ama a sus hijos. Reconocer esto es el primer paso no negociable para superar la tentación de elegir "luchar" o "huir" en tiempos de conflicto. Este movimiento nos permite afrontar los conflictos desde una postura de oración, discernimiento y gracia, en lugar de una reacción basada en el miedo.

Como Pablo, a menudo "pesa sobre mí la preocupación por todas las iglesias." (2 Cor. 11:28). Quizá usted también sienta lo mismo. Mientras nos enfrentamos al conflicto sobre el futuro de nuestras iglesias, confiémoslas a la gracia de Dios y sometámonos con valentía a la voluntad de Dios.

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